Sólo a una cosa temo en el mundo: al tiempo. Ningún ser o ente material me aterra, pero el tiempo, aquel monstruo abstracto puede llegar a ponerme los pelos de punta, pues no hay que se le compare. El tiempo arrasa con todo a su paso. Ni una plaga de langostas, ni un bombardeo, ni un incendio, inundación o cualquier otro desastre natural causa los mismos estragos que los causados por el tiempo. Éste le carcome a uno la carne muy lentamente; mueve y erosiona las grandes montañas. El tiempo pudre el alimento, deforma el rostro, destruye las ciudades, y aunque, en un acto de bondad, crea vida y hace crecer la vida, nunca se queda con ella: la va degradando y acaba por matarla
Un asesino puede matar a cientos de personas, pero el hombre castiga al asesino, y finalmente el tiempo detiene el latido de su corazón. Pero ¿No es entonces el tiempo un asesino más peligroso que cualquier se humano? ¿Y quién castiga al tiempo? ¿No es acaso el responsable de la muerte de billones o miles de billones de criaturas? ¿No es el extintor de millones de especies? ¿Y quién hace algo al respecto? ¿Existe algún ente con mayor poder que pueda acabar con él algún día?
Muchos me hablan de Dios: “Dios es el dueño del tiempo- me dicen- él lo controla”. Pero yo no creo que sea así. El tiempo matara a dios así como un niño aplasta a una hormiga. Así, con esa facilidad. Porque dios es como el fuego que al principio crece con gran intensidad y luego lentamente se consume, y acaba por extinguirse. El tiempo, por el contrario seguirá viviendo. Viviendo y matando, y seguirá absorbiendo mi energía vital, me arrugará la cara y las manos, hará que mis pies se cansen más rápido, que mis ojos dejen de ver y que a mis oídos les cueste oír. Luego ablandará mis músculos y desgastará mis órganos, convirtiéndome finalmente en una más de sus víctimas.
Y cuando de mí no quede ya ni el polvo, allí seguirá él, riéndose, mofándose de mi suerte y continuando con su labor, sin que nada ni nadie pueda detenerlo.